Mariano F. Wlathe
Tres hombres, vestidos de negro, con máscaras de cuervo y aroma a flores; llaman a mi casa. Mi madre abre la puerta. Los hombres entran sin invitación — ¿Dónde está la niña? —. Asustada, mi madre me señala desde la entrada. Dos hombres caminan hacia mí, el otro pasea un incensario por la habitación —Por favor, no le hagan daño —. Suplica mi madre. Uno sujeta con fuerza mi rostro, me examina. Siento el cuero reseco de sus guantes presionar mis mejillas. Estoy muy débil para quejarme —Está infectada —. Me toma de la pierna y arrastra por el suelo — ¡No! No se la lleven —. Grita mi madre angustiada, quiere detenerlos, pero no se atreve a tocarlos. Grito y pataleo con todas mis fuerzas. Mi madre trata de aferrarse a mí, pero los hombres con máscaras de cuervo y aroma a flores; la detienen. El hombre pájaro me saca de la casa, me arrastra por la calle hasta una carreta llena de cadáveres. Grito, pido ayuda, suplico. Es inútil, nadie se enfrentará a los médicos. Mi madre cae al suelo envuelta en llanto. Me arrojan sobre la pila de cuerpos putrefactos y la carreta comienza a andar. La gente se aparta temerosa del camino ignorando mis gritos de auxilio. Me retuerzo entre los muertos; sin fuerza, trato de huir. La carreta abandona el pueblo, se dirige a las fosas.
Una nube de polvo se asoma entre los montes. El hedor a muerte es, aún, más intenso que el de los cuerpos descompuestos a mi alrededor. La carreta se detiene frente a una zanja, adoquinada con cientos de cadáveres a medio enterrar. Los hombres, vestidos de negro, con máscaras de cuervo y aroma a flores; toman el cuerpo desnudo de una mujer mayor que está a mi lado. Lleva muerta varios días; su rostro hinchado tiene las marcas de una vida colmada de miseria y dolor; en su espalda, media docena de tumores aglutinados la señalan, como víctima de la peste. La arrastran hasta el borde de la zanja, la empujan. Puedo escuchar el sonido de su cuerpo rodar cuesta abajo, golpearse contra las piedras, caer sobre un cúmulo pútrido de carne humana. Grito, pido ayuda. Nadie parece escucharme. La mano, cubierta de cuero negro, de un hombre pájaro me toma del tobillo; me arrastra. Grito, no logro aferrarme a nada. Mi resistencia deja un rastro inútil sobre la tierra. Otra mano me sujeta el brazo. Me alza y me arroja, con fuerza, hacia la fosa. Giro en el aire sobre los restos de cientos de otras víctimas. Golpeo el suelo. La tierra rasga mi piel y llena mi boca. Resbalo hacia el fondo de la zanja, girando cada vez más rápido, hasta detenerme frente al rostro muerto de la mujer mayor. Un montón de tierra cae sobre mi espalda. Miro hacia arriba. Los hombres pájaro palean para cubrirme. Grito — ¡No estoy muerta! —. Por primera vez, uno de ellos parece escucharme. Duda, deja de palear, me busca con la mirada. Reúno todas mis fuerzas, me arrastro sobre los cuerpos y vuelvo gritar. Me ve, estoy segura, suelta la pala y retrocede —Ayúdeme —. Avanzo, apoyándome en estómagos inflados y acuosos —, por favor —. Me mira, inmóvil, con sus ojos rojos. Subo la pendiente; despacio, dejo atrás los fétidos cadáveres —. No quiero morir —. Él, sin decir nada, levanta la mano y señala al fondo del agujero; quiere que regrese —No, no voy a volver. Por favor, ayúdeme —. Su mano tiembla. Al acercarme a la orilla, él retrocede. Trato de ponerme de pie. Él da otro paso hacia atrás, tropieza y cae. Camino, estoy muy cerca; puedo ver, a través del cristal rojizo en los ojos de su máscara, sus verdaderos ojos. Está asustado, no dice nada, sólo señala la fosa —. No quiero morir —. Desvía la mirada un instante. Entonces, lo comprendo, doy vuelta y miro la zanja llena de cadáveres. Los hombres, vestidos de negro, con máscaras de cuervo y aroma a flores; la cubren de tierra. En medio de los cuerpos veo el de una pequeña, de pelo rubio, que murió hace días por la peste. Entre los muertos veo mi cuerpo.
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