martes, 13 de noviembre de 2012

"Los vestidos" por Luis Eduardo González Armenta


Amalia, hermoso nombre ¿no es cierto? ahora la veo y está con su vestido liso, de color crema, ondeando al aire del puente que cruza el Río Orizaba, uno de tantos, es cierto; pero ese puente está cerrado a los automóviles y hemos hecho de él, una pequeña plaza. El cabello de Amalia es largo, quebrado y negro, aquellos ojos abiertos pese a ser agredidos por el Sol me miran fijamente, y su sonrisa increíble; muestra lo que el mar guarda en sus secretos. Tiene puesto el collar que le obsequié en su aniversario. Tiene veintitrés años. Se ha cambiado de lugar, ahora se recarga en el poste, ese de color verde y del que unas palomas han hecho su hogar. El sol deja su piel un poco dorada, es un buen día. Salimos del café del palacio de hierro y aprovechando que la calle Madero ha sido cerrada a los autos, caminamos por el centro con total libertad a comprarle a don Eliseo un par de dulces, obleas con pasta de cajeta y una que otra cocada, al parecer le encantan las cocadas. Sentados en una banca en el parque castillo podemos oír un son cubano que toca al fondo, sobre la acera; justo donde esos viejitos jubilados y pensionados se acercan a oír danzón; según dicen, la música se ha dejado de apreciar por el hecho de bailarla, yo no tengo opinión de eso. Llevo puesto un suéter gris de botones negros sobre mi camisa blanca, hacemos juego con la ropa, según ella.
Amalia, mi bella Amalia. Me pidió que la dejara jugar con las palomas y francamente no me gusta esa idea, digo, ya no es una niña, pero lo hizo y no importa, mientras a mi no me haga correr tras ellas todo va muy bien. En la terraza de su pequeña casa ahora descansa sobre un diván, este día no puede ser mejor. Se oye el silbato reverberante del tren que viene a paso firme desde el sur del país, justo a descansar en ésta terminal orizabeña. El tren llegó, como de costumbre; lleno de indocumentados hondureños y guatemaltecos, tanta gente moviéndose de sus tierras por un ideal artificial, cada que oigo el tren me pregunto cuántos de ellos no regresarán jamás, y cuántos van a llegar a su destino; no es mi asunto pero me incomoda, me molesta que sus países no hagan nada por mantener a sus hijos, hermanos y padres en la casa, junto a sus familias; cuidándose mutuamente. Ahora, Amalia está debajo de ese pino, hace que olvide todo eso y la vea, una luz ámbar le ilumina su costado izquierdo, esa luz llega de la calle, le da un aire místico, un algo misterioso, casi divino, fantasmal, contradictorio.
Me doy cuenta que a ella le encantan los vestidos, y una mujer que los vista tan frecuentemente es algo sumamente raro estos días. Estamos de campamento y lleva uno que no había visto jamás; es rosa con puntos blancos, se ve muy linda, se para frente a un álamo, una hoja le cae por la cabeza y le pica un ojo, fue divertido, y todos reímos. La comida fue buena, unas papas, un poco de carne asada, y agua de horchata, vaya combinación. Todos están frente a la mesa, ahora que observo mejor Amalia no aparece, ella está jugando con el platillo volador, es zurda, no lo sabía. Tengo cerca de seis meses de conocerla y bueno, en su aniversario fui invitado por su hermano Joaco, su pastel fue de chocolate y las velas eran de esas que parece que jamás se apagarán; soplas y apagas dos o tres, vuelves a soplar y esas que apagaste vuelven de la muerte; se me hace curioso que a su edad festeje su cumpleaños con pastel y piñata, de verdad que me divertí. Regresamos del campamento como pudimos, apretados en el automóvil y todos llenos de sudor, Amalia sentada sobre Renata, y yo cargando a Joaco; se llama Joaquín en realidad y es el hermano de Amalia, creo que ya lo había dicho.
Ahora estoy en el puente que hicimos plaza, el poste verde está sólo, las palomas no volvieron porque al parecer un trabajador de ayuntamiento limpió todo el lugar. El Sol no lastima los ojos de nadie, por ahora está nublado. Tomé un café, lo pedí cargado y negro, negro como la muerte. No hay son cubano y ahora el tren se adelantó, curioso, no hay indocumentados, quizá el huracán los ahuyentó. Ayer decidí que estas fotografías debían ser guardadas porque ya hace dos años que las tomé y cada que las veo vuelvo a vivir aquellos momentos, debo olvidar. Hoy es el aniversario de Amalia y le llevo flores, no me gusta que en este día, ese lugar donde ahora descansa se vea gris. Veintitrés años, el cáncer nunca avisó.

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