Amalia, hermoso nombre ¿no es cierto? ahora la veo y está
con su vestido liso, de color crema, ondeando al aire del puente que cruza el
Río Orizaba, uno de tantos, es cierto; pero ese puente está cerrado a los
automóviles y hemos hecho de él, una pequeña plaza. El cabello de Amalia es
largo, quebrado y negro, aquellos ojos abiertos pese a ser agredidos por el Sol
me miran fijamente, y su sonrisa increíble; muestra lo que el mar
guarda en sus secretos. Tiene puesto el collar que le obsequié en su
aniversario. Tiene veintitrés años. Se ha cambiado de lugar, ahora se
recarga en el poste, ese de color verde y del que unas palomas han hecho su
hogar. El sol deja su piel un poco dorada, es un buen día. Salimos del café del
palacio de hierro y aprovechando que la calle Madero ha sido cerrada a los
autos, caminamos por el centro con total libertad a comprarle a don Eliseo un
par de dulces, obleas con pasta de cajeta y una que otra cocada, al parecer le
encantan las cocadas. Sentados en una banca en el parque castillo podemos oír
un son cubano que toca al fondo, sobre la acera; justo donde esos viejitos
jubilados y pensionados se acercan a oír danzón; según dicen, la música se
ha dejado de apreciar por el hecho de bailarla, yo no tengo opinión de eso.
Llevo puesto un suéter gris de botones negros sobre mi camisa blanca,
hacemos juego con la ropa, según ella.
Amalia, mi bella Amalia. Me pidió que la dejara jugar con
las palomas y francamente no me gusta esa idea, digo, ya no es una niña, pero
lo hizo y no importa, mientras a mi no me haga correr tras ellas todo va muy
bien. En la terraza de su pequeña casa ahora descansa sobre un diván, este día
no puede ser mejor. Se oye el silbato reverberante del tren que viene a paso
firme desde el sur del país, justo a descansar en ésta terminal orizabeña. El
tren llegó, como de costumbre; lleno de indocumentados hondureños y
guatemaltecos, tanta gente moviéndose de sus tierras por un ideal
artificial, cada que oigo el tren me pregunto cuántos de ellos no regresarán
jamás, y cuántos van a llegar a su destino; no es mi asunto pero me incomoda,
me molesta que sus países no hagan nada por mantener a sus hijos, hermanos
y padres en la casa, junto a sus familias; cuidándose mutuamente. Ahora, Amalia
está debajo de ese pino, hace que olvide todo eso y la vea, una luz ámbar le
ilumina su costado izquierdo, esa luz llega de la calle, le da un aire místico,
un algo misterioso, casi divino, fantasmal, contradictorio.
Me doy cuenta que a ella le encantan los vestidos, y una
mujer que los vista tan frecuentemente es algo sumamente raro estos días.
Estamos de campamento y lleva uno que no había visto jamás; es rosa con puntos
blancos, se ve muy linda, se para frente a un álamo, una hoja le cae por la
cabeza y le pica un ojo, fue divertido, y todos reímos. La comida fue buena,
unas papas, un poco de carne asada, y agua de horchata, vaya combinación.
Todos están frente a la mesa, ahora que observo mejor Amalia no
aparece, ella está jugando con el platillo volador, es zurda, no lo sabía.
Tengo cerca de seis meses de conocerla y bueno, en su aniversario fui invitado
por su hermano Joaco, su pastel fue de chocolate y las velas eran de esas que
parece que jamás se apagarán; soplas y apagas dos o tres, vuelves a soplar y
esas que apagaste vuelven de la muerte; se me hace curioso que a su edad
festeje su cumpleaños con pastel y piñata, de verdad que me divertí. Regresamos
del campamento como pudimos, apretados en el automóvil y todos llenos de sudor,
Amalia sentada sobre Renata, y yo cargando a Joaco; se llama Joaquín en
realidad y es el hermano de Amalia, creo que ya lo había dicho.
Ahora estoy en el puente que hicimos plaza, el poste verde
está sólo, las palomas no volvieron porque al parecer un trabajador de
ayuntamiento limpió todo el lugar. El Sol no lastima los ojos de nadie, por
ahora está nublado. Tomé un café, lo pedí cargado y negro, negro como la
muerte. No hay son cubano y ahora el tren se adelantó, curioso, no hay
indocumentados, quizá el huracán los ahuyentó. Ayer decidí que estas
fotografías debían ser guardadas porque ya hace dos años que las tomé y
cada que las veo vuelvo a vivir aquellos momentos, debo olvidar. Hoy es el aniversario
de Amalia y le llevo flores, no me gusta que en este día, ese lugar donde ahora
descansa se vea gris. Veintitrés años, el cáncer nunca avisó.
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