16 de julio de 2011
Cuando
comencé a escribir cuentos en la preparatoria, obviamente mi sueño era
convertirme en un escritor famoso y, por qué no, ganar el premio Nobel. Por
casualidad, en ese entonces conocí el Café Tortoni, en Buenos Aires, donde te
encuentras con figuras de tamaño natural de Alfonsina, Borges y Gardel en una
esquina. Me encantó la idea de que, en el futuro, existiera un lugar con una
estatua mía, para recordar que acostumbraba frecuentarlo. Mi sueño se fue
fortaleciendo cuando conocí las esculturas de Pessoa, sentado en la terraza del
café A Brasileira en Lisboa, y de
Hemingway, acodado en el Floridita en la Habana, o la de Diego Rivera muy cerca
de su casa natal en Guanajuato.
Mi casa no es
un lugar de ensueño como Isla Negra, La Sebastiana o La Chascona de Neruda en
Chile, o la actual Fonoteca nacional, en la otra casa de Octavio Paz, o las
casas de Olga Costa y José Chávez Morado o de Frida y Diego, hoy convertidas en
museos. Así que me convencí de que era más fácil buscar alguna cafetería para
mis planes. Elegí el Parnaso, en el Jardín Centenario en pleno centro de
Coyoacán. Con una reputada librería adjunta, un sonoro nombre mitológico y
cargado de referencias poéticas, una tradición de varios años de filósofos de
café arreglando el mundo, frecuentado -pero no en demasía- por Paz, Monsiváis y
Paco Ignacio Taibo II, y una posición estratégica, mi elección resultaba obvia.
Ya lo visitaba con regularidad desde mis primeros años en la Universidad, pero,
a partir de mi decisión, durante varios años, diaria y sistemáticamente me
senté, horas enteras, a leer y escribir, mientras tomaba un café tras otro, en
una mesa en la esquina (pensando en mi futura estatua, quería ser considerado
con el establecimiento y no obligarles a ponerla en un lugar que estorbase,
sino que más bien se prestara para que las y los visitantes se sacaran la foto
conmigo).
En
Barranquilla, en La Cueva, hace dos años puse mi mano sobre el Arcón que, tal
vez, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordó,
porque en él su padre le dio a conocer el hielo. Así que comencé a imaginarme
inmortalizado en bronce, sentado junto a mis creaciones más preciadas: Pili, la
novia soñada, al lado de Cristina, Cristina-Felina, Cristina-Andrómeda y Juliana.
Los meseros y
la gente que frecuentaba el sitio se familiarizó con mi persona, al grado de
parecer ya, una estatua viviente. Mi plan iba marchando perfectamente, hasta
que ayer me encontré con un pequeño letrero que informaba, puntualmente, que El
Parnaso había cerrado definitivamente, después de treinta y un años de
existencia, y enumeraba las imperiosas razones para tan fatídica determinación.
Sentí que una parte de mí se desmoronaba en mi interior: había invertido 20
años en edificar los cimientos de mi sueño. Como pude, me recompuse y me dirigí
resuelto a El Péndulo de Polanco, mi plan b. Al fin y al cabo era una de las
librerías más hermosas del mundo.
1 comentario:
Muy bueno Juan. La cosas que da la vida con los planes que uno tiene para su vida.
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