Jesús Toledo
Había fallado ya en tres ocasiones, pensaba que las circunstancias que prohibieron mi muerte habían sido obra de la casualidad. Pasado algún tiempo me di cuenta de todo. La última vez que lo intenté solía vivir en una comunidad interesante, de amplio criterio con respecto a la vida y a la muerte; en las afueras estas personas habían ambientado un cerro especial para la gente como yo, con ganas de fenecer la respiración. Las condiciones de la colina reunían las dos necesidades para los suicidios: la primera, no habían prejuicios sociales, y la segunda, un buen lugar, el cerro era muy alto de tal forma que no habría oportunidad de sobrevivir. Una vez que tuve un fardo de problemas existenciales acudí a ese lugar. Sí, me encontraba esa tarde esperando en la fila para arrojarme al vacío, gozaba de uno de los primeros lugares, habrá que aceptar que la naturaleza regalaba una linda vista antes de morir. En cuestión de segundos, y por la gran cantidad de gente esperando su hora, el cerro se derrumbó y los últimos de la fila fueron los primeros en morir, no obstante, la parte derecha quedó en pie. Una hora después, cuando logré bajar de la colina, me fui a casa y después de cenar concluí que tal vez me arrojaría en otra ocasión, quizá cuando los cerros dejen de desmoronarse.
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