miércoles, 2 de octubre de 2013

Noches Gemelas

Moisés García Hernández 


LA MIRADA a todas luces le pareció no sólo insinuante. Rubén se dijo que era un artificio, un hechizo que cualquier mujer con esos atributos era capaz de infundir en un inexperto como él. La conoció un par de horas atrás cuando él llegó, en compañía de sus amigos que fueron rechazados de la universidad, hasta la única fogata aún encendida entre la dormida multitud, diseminada por todo el aparcamiento de la ciudad universitaria. La protesta necesariamente debió iniciar de noche, cuando las aulas estuvieran vacías. Así los manifestantes no hallarían resistencia, y a la mañana siguiente se informaría por los medios que una “horda de supuestos estudiantes” estaba decidida a luchar por su admisión.
Fue en el intercambio de nombres cuando Rubén sintió el peso inquietante de su mirada. Admiró los labios rojos acariciados por el resplandor vacilante del fuego, la sonrisa diminuta y el porte de niña bien. Pero él, aunque de buen aspecto, era de una ingenuidad patética para convencerse plenamente de que le interesaba a Griselda. Hasta momentos después de que atravesara el laberinto de cuerpos y se internara en un pasillo, envuelto en la penumbra del techado de árboles alineados a los flancos. Fue entonces cuando escuchó a su espalda el toc-toc de los primeros pasos. Volvió instintivamente el rostro, y una silueta femenina se dibujó en el otro extremo del corredor.
Cuando salió del sanitario Griselda estaba afuera. Rubén sonrió con una mueca tímida, sin detenerse, extrañado por el hecho de que ella había entrado después y salióantes.
―Sorry, me quedé a esperarte para no pasar sola por ahí.
Apenas la escuchó, pero se detuvo, y trató de convencerse de que su sorpresa era infundada: Puede que haya venido a darse un retoque. No, pendejo, si estábamos a punto de acostarnos a dormir. ¡Ya sé! Vino a lavarse los dientes. No, tampoco. No trae cepillo dental.
―Es que ese pasillo está macabro ―dijo Griselda, mientras empezaban a caminar de vuelta al grupo―, con esos árboles tan tupidos arriba.
―Ah, no te apures ―balbuceó él, apenas con un hilo de voz.
―Sabes, este pasillo me pone muy mal ―insistió ella―, y más con el ánimo que traigo ahora.
―¿Por qué lo dices? ―dijo él, como de cortesía.
―No sé. Me trae malos recuerdos.
―¿Qué clase de recuerdos? Digo, si se puede saber ―se atrevió.
―No sé. Es un tipo de recuerdo que quiero exorcizar. Te explico: Algo extraño me pasó en un lugar como éste mientras estaba con alguien, y la manera como pienso exorcizarlo es haciendo lo mismo pero con otro diferente a él.
―Ah, ya entiendo. Se trata de un chico.
―Sí ―dijo ella, mirándole fijamente a los ojos, como sorprendida. Como él no se atrevía a continuar ella le instó―: ¿No me vas a preguntar cómo o con quién me voy a quitar esto que me hostiga?
―Ah, sí. ¿Cómo lo vas a exorcizar? ―condescendió, ingenuo.
―¡Así!
Para él aquello fue como un vahído, un torbellino en cuyo centro se mezclaban los labios, la humedad hurgadora de las lenguas, el roce de los muslos, los pechos, las pelvis. En una de tantas sacudidas fueron a rodar al pasto que crecía a orillas del corredor. Primero fue la blusa amarilla la que quedó abandonada a la noche, después los tacones y los pantalones negros de Griselda. Rubén estaba por deshacerla del sostén cuando ella lo detuvo en seco: No estaba preparada. Nunca pensó que pronto fuesen a llegar tan lejos. Era una tonta. Que la disculpara si lo había ilusionado. Era mejor que todo quedara así... Él la escuchó pasmado, con los labios entreabiertos y la mirada encendida, mientras ella recogía sus prendas y se las ponía apresuradamente. En su cabeza aún revoloteaban fragmentos de las escenas que habían sucedido con fugacidad. Después la vio alejarse taconeando a lo largo del pasillo en penumbra, sentado solo en medio de los árboles que, según él, habían sido el motivo de tan frustrante episodio.
Los cinco días siguientes los pasó deprimido, enojado con Griselda y consecuentemente apartado de su grupo. Se acostaba hasta muy tarde, y ni una vez pudo conciliar un sueño apacible que no estuviera infestado de recuerdos alusivos a la excitación de aquella noche y de una oscura sospecha de burla premeditada. Deambulaba angustiado por los jardines del campus, en especial por donde habían
estado juntos, preguntándose a cada momento con rabia por qué su primera experiencia sexual tuvo que ser así, por qué Griselda lo había escogido precisamente a él para semejante artimaña.
La rectora de la universidad se mantenía inflexible a las pretensiones de los rechazados. Al sexto día Griselda lo tomó por un brazo y lo condujo a uno de los salones vacíos.
―Quiero que me disculpes. La otra noche no sé qué me pasó. Pero no pienso dejar las cosas así: Hoy, como a las tres y media, cuando todos se hayan dormido, te espero donde la vez pasada.
No tuvo tiempo de negarse o consentir. Ella se alejó aprisa balanceando las caderas, y en la puerta del aula se volvió y le lanzó un beso. Él pensó que una chica así supondría que no tenía porqué averiguar de nadie su aprobación. Era inevitable que diera por supuesto que nadie pudiera resistírsele.
Durante ese día las horas se le fueron en imaginar las posibles circunstancias:

¿Estará nublado? ¿Habrá brisa, o quizá calor? ¿Qué ropa ella traerá puesta? ¿Cómo me estará esperando: acostada, recargada en uno de esos árboles odiosos, sentada en el pasto estrujado de esa noche?... Pensó que lo mejor era esperar el momento. Pero no. Le resultaba demasiado excitante imaginar. Sin embargo, recordó un cuento de Borges, donde el protagonista insinuaba que el hecho de imaginar las circunstancias precisas de un acontecimiento era motivo suficiente para que no sucediera. Rubén pensó que, en cualquier caso, las suposiciones que él hiciera no coincidirían exactamente con todos los factores circunstanciales en la realidad. Por lo tanto, al diablo con el personaje de Borges. Es imposible cambiar de esa manera el futuro, se dijo.
El resto de la tarde y parte de esa noche no volvió a ver a Griselda, pero se contuvo de preguntar por ella para que nadie sospechase. Sólo mantuvo la firme convicción de que por ningún motivo se mostraría él primero: Esta vez no se burlará de mí.
Hacia las cuatro la mayoría de los manifestantes estaban dormidos. Había un grupo rezagado en torno a un fuego, pero no era el suyo. En el cielo había nubes dispersas, estrellas pintando de vez en vez la oscuridad y un halo plateado, coronando un nubarrón detrás del cual se ocultaba la luna. Un vientecillo húmedo llegaba del noreste, y Rubén pensó que todas esas condiciones ya estaban previstas, pero faltaban muchas más. Entonces se levantó y atravesó el reguero de cuerpos envueltos en cobijas, casi de igual forma que la otra noche.
Cuando llegó al punto donde comenzaba el pasillo oscuro lo esquivó caminando por el flanco izquierdo, la parte donde habían estado aquella otra vez. Ahí las sombras se hicieron más densas. Avanzaba lentamente, procurando no hacer ruido, al tiempo que se ocultaba entre los árboles y oía crujir las hojas y varitas secas debajo de sus tenis. El silencio en torno era total. Sólo el rumor suave de la brisa entre las ramas, y sus pasos, marcaban el contrapunto de aquel mutismo. Al final un movimiento se hizo perceptible entre los tallos, como a unos treinta pasos del lugar por donde él avanzaba. El corazón le dio un brinco detrás de las costillas.
Ahí estaba Griselda, ni apoyada en un árbol, ni sentada en un tronco ni recostada sobre el césped: de pie simplemente, en la semioscuridad, con los brazos cruzados sobre el busto medio oculto por un escote amplio. Una falda oscura cubría la mitad de sus muslos blancos y sedosos. En ese momento supo por qué no la había visto en toda la noche. Quedó de pie, apoyado en un tallo grueso y seco, contemplándola unos instantes y sonriendo, mientras ella buscaba impaciente con la mirada a su alrededor. A su memoria acudieron los recuerdos de la noche infortunada, el desfile ya ordenado de los hechos: ¡Qué distinto es todo esto de esa pesadilla! ¡Con qué ansias ahora ella me estará esperando! Se quedó viéndola un momento más, y su cuerpo tembló en una carcajada.
Una brisa fría corrió ligera entre el follaje.

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