Virgilio Gonzaga Pérez
Ustedes, hoy mis hermanos
del dolor y del miedo,
hermanos de la desdicha
y de la muerte cotidiana;
hermanos de la vida
en avenidas asfaltadas
con rascacielos
a punto del derrumbe,
sobre veredas polvorientas
bajo cielos clarísimos.
Aquí y allá entre las multitudes
tremendamente solos por dentro,
en rincones de nuestra casa,
en la habitación-sanatorio,
acechando al más ínfimo murmullo
proveniente del silencio amurallado
que en cualquier momento
despierta y estalla.
Salir de dónde, arribar a qué sitio,
regresar a qué reconocible lugar,
en qué momento o circunstancia.
Interrogantes a nuestro paso
desde el primer amanecer en el mundo,
en el centro donde cede el amor
deseoso de la curación,
en el murmullo incesante de la vida
que se tiende a todas horas
para permanecer en ella guarecidos,
en los callados y blancos cementerios,
en las aulas semejantes a cuarteles,
en las urnas a la hora de votar
por nuestros verdugos,
sobre interminables carreteras
volviendo del recuerdo o del sueño.
Plantar besos, saborear el pan,
hacer las paces o el amor,
aproximar los corazones,
agrandar y enaltecer el alma
en la persistencia de la angustia,
confortarse del dolor,
no importa de dónde regresemos.
Salir de los refugios y escondites,
de la trampa usurera,
del Yo triste y egoísta.
Salir de casa,
instalarse junto al árbol
que nos llama a sorprendernos
en la inteligibilidad del día.
El fulgor de la vida comienza
en la reconciliación constante
con quien reconocemos ante el espejo
en medio de la noche,
inventora de rostros y de nombres,
en la celebración de este milagro
en que una vez más el corazón
nos habla con claro lenguaje.
¿Escuchas?
¿Qué escuchamos?
¿A la ternura, al amor?
¿Qué?
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