martes, 1 de octubre de 2013

Celebración

Virgilio Gonzaga Pérez 


Ustedes, hoy mis hermanos

del dolor y del miedo,

hermanos de la desdicha

y de la muerte cotidiana;

hermanos de la vida

en avenidas asfaltadas

con rascacielos

a punto del derrumbe,

sobre veredas polvorientas

bajo cielos clarísimos.


Aquí y allá entre las multitudes

tremendamente solos por dentro,

en rincones de nuestra casa,

en la habitación-sanatorio,

acechando al más ínfimo murmullo

proveniente del silencio amurallado

que en cualquier momento

despierta y estalla.


Salir de dónde, arribar a qué sitio,

regresar a qué reconocible lugar,

en qué momento o circunstancia.

Interrogantes a nuestro paso

desde el primer amanecer en el mundo,

en el centro donde cede el amor

deseoso de la curación,

en el murmullo incesante de la vida

que se tiende a todas horas

para permanecer en ella guarecidos,

en los callados y blancos cementerios,

en las aulas semejantes a cuarteles,

en las urnas a la hora de votar

por nuestros verdugos,

sobre interminables carreteras

volviendo del recuerdo o del sueño.


Plantar besos, saborear el pan,

hacer las paces o el amor,

aproximar los corazones,

agrandar y enaltecer el alma

en la persistencia de la angustia,

confortarse del dolor,

no importa de dónde regresemos.


Salir de los refugios y escondites,

de la trampa usurera,

del Yo triste y egoísta.

Salir de casa,

instalarse junto al árbol

que nos llama a sorprendernos

en la inteligibilidad del día.

El fulgor de la vida comienza

en la reconciliación constante

con quien reconocemos ante el espejo

en medio de la noche,

inventora de rostros y de nombres,

en la celebración de este milagro

en que una vez más el corazón

nos habla con claro lenguaje.

¿Escuchas?

¿Qué escuchamos?

¿A la ternura, al amor?

¿Qué?

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